viernes, 29 de julio de 2022

El molino viejo


 CUANDO YA NO QUEDA CASI NADA


El "Molino Viejo" de Campo fue importante. Recordemos, brevemente, que perteneció al Monasterio de San Victorián, que lo tenía arrendado. Tenemos un documento, fechado el 12 de enero de 1788, en el que Josef Canales, vecino de Campo, que era entonces el arrendador, alegaba no poder atender el pago de  arriendo porque el molino había sufrido muchos desperfectos a causa de una "avenida" del Esera, y que tenía que ser reedificado. 

Después de la promulgación de los decretos de Mendizábal, en julio y octubre de 1835, con los que se implantaba la desamortización de los bienes de la Iglesia, el molino salió a la venta y el Ayuntamiento lo compró, quedándoselo en arriendo Joaquín Auset, perteneciente a una familia de molineros.

En 1905 se concedió en perpetuidad el aprovechamiento de las aguas del Ésera a Joaquín Auset Güerri, que instaló una turbina para producir energía eléctrica, así como una serrería de cortar madera movida por electricidad. El molino, de todos modos, era propiedad de varios "socios". No hemos podido encontrar documentos sobre esto, salvo algunas menciones.

En 1920 la Compañía de Fluido Eléctrico de Barcelona se hizo cargo del alumbrado de Campo y el molino dejó de funcionar. En 1928 Catalana de Gas y Electricidad compró los derechos de explotación y al poco tiempo, el edificio del molino sufrió un gran incendio.  

El Progreso llegó a Campo en aquél edificio. Ahora, apenas unos muros apuntalados y cubiertos de hiedra y hierbas son testimonio de su pasado.  ¡Si las piedras hablaran! dice una frase muy conocida... Si hablaran esas piedras, nos podrían contar muchas historias que se vivieron entre sus paredes, algunas de ellas aún se recuerdan y se cuentan en voz baja, otras, se han perdido para siempre. 

Gracias a Manuel Garanto, que nos deja compartir con él estas fotos.











miércoles, 27 de julio de 2022

Calor y trabajo

 

Recordando la siega y cuando nos mandaban a los críos a "espigà" 

La verdad es que no me acuerdo. Bueno, si no lo recuerdo creo que es porque nunca lo he sabido, y ya no queda nadie vivo que me pueda ayudar a saberlo. No se de quien era aquél campo de trigo al que íbamos a espigar mis hermanos y yo cuando éramos pequeños, ni de quién fue antes aquella tierra, ni de quién ha sido después. Se que allí se iba a segar a final de junio o principios de julio, después de haber estado durante unos  días más pendientes que de costumbre del cielo y las nubes. Y  de repente, una mañana amanecía con la noticia que recorría todos los rincones de la casa y salía por las ventanas: ¡Hoy se siega!

¿Qué teníamos que hacer los churumbeles de la casa? ¿Cuál era nuestra misión? varias, pero, la más importante, vestirnos fresquitos, pero con manga larga, para que no nos fuéramos quejando que nos pinchaban las espigas.

Nuestra primera actuación era para llevarles el almuerzo a los segadores, que estaban en el tajo desde pronto por la mañana. Cortaban el trigo con las hoces y era un trabajo muy cansado. Nosotros ayudábamos a distribuir la comida entre todos y a pasar el botijo  o el porrón de unos a otros. Más bien el porrón, para ser sinceros, o la bota, porque el agua no era muy popular en aquellos tiempos. Resulta que a casi todo el mundo le cortaba la digestión, "le sentaba mal", se le "encharcaba" en el estómago, etc. así es que optaban por echarse un traguito de vino (tampoco es que hubiera mucho para elegir). A pesar del calor que hacía... Terminado el refrigerio, los trabajadores descansaban un poco y, después. volvían a su tarea. Nosotros, a casa.

La hoz

La segunda actuación era a la hora de la comida. Acudíamos al campo con las cestas de la comida, las garrafas de agua  y las botellas de vino fresco para rellenar los porrones. Buscábamos un sitio para sentarnos y poder comer tranquilos, al amparo de alguna sombra. Los hombres iban aparcando sus instrumentos y se acercaban al grupo de avituallamiento. Algunos, coquetos ellos, como llevaban en la cabeza el pañuelo que se habían colocado para protegerse del sol, con un nudo en cada punta, se lo retiraban con cuidado mientras se arreglaban el cabello con la mano. Lo mismo hacían los que llevaban sombrero de paja cuando se lo sacaban. Se charlaba amigablemente, sin que faltaran chanzas y risas y, después de bien comidos, los hombres buscaban un sitio donde tumbarse y poder descansar un rato, antes de ponerse otra vez a trabajar para rematar la faena. Mientras, bajaba  poco a poco el sol.

Las mujeres, respetando el descanso de los trabajadores, recogían en silencio los bártulos moviéndose con cuidado, y a los peques nos mandaban a espigar bien lejos, para que no les molestáramos en ese rato de tranquilidad. Ibamos con unos cestitos  y cada vez que encontrábamos una espiga (entre otras mil que no veíamos) gritábamos entusiasmados: ¡Otra! ¡Otra! Cuando ya teníamos el recipiente a rebosar, lo vertíamos en un saco, contentos porque sabíamos que esos granos de trigos serían un festín para las gallinas de mi madre.    


Los hombres iban cargando las gavillas de trigo en las caballerías y las iban llevando a la era. Como el trigal no era muy grande se acababa pronto, con una jornada era suficiente,  y, a medida que el campo iba quedando limpio,  las mujeres se abalanzaban con resolución a la caza y captura de las espigas que se resistían a marcharse. Al final, agotados por el trabajo, el calor y las emociones, volvíamos todos juntos a casa, "rendidos" y contentos. Había sido un día intenso, de calor y trabajo. Un día importante.

jueves, 14 de julio de 2022

Amigos desde siempre

     JOSÉ MARÍA AVENTÍN


José María Aventín se nos fue anteayer. Aunque ya no esté entre nosotros, seguro que, muchas veces, creeremos verlo sentado ante un velador del bar de Prats, o en el banco de madera que se encuentra delante de su casa, o de pie, delante de casa Rafela observando lo que pasa por la plaza, pues verlo por esos lugares era lo habitual.

En Campo, no se si opináis igual que yo, resulta que conoces a una persona de toda la vida pero, cuando te paras a pensar, te das cuenta de que tampoco es que sepas mucho de ella... Muchos ¿qué tal estás? ¿cómo vas? pero sin llegar más lejos. Sin embargo, a pesar de eso, sabemos cuándo cuentas con la amistad de alguien.

Con José María tuvimos más convivencia que palabras. Cuando éramos unos críos mis hermanos y yo, en invierno mi madre nos vestía y nos mandaba a la era de Aventín, que teníamos al lado de casa, a tomar el sol. Allí estaban los cuatro hermanos y el Sr. Pedro, su padre, cortando leña para la cocina de su casa, o aserrando algún tronco, mientras estaban pendientes de nosotros, los peques: vigilaban por dónde nos movíamos, qué tocábamos, y nos preguntaban cosas, o nos las contaban ellos, vamos,  "compitiendo" con nosotros, que se decía entonces. Cuando tardábamos en bajar, nos llamaban.

Después, cuando fuimos mayores, hasta aprendimos a conducir juntos José María y yo, en un coche que había importado uno de sus hermanos y que ¡tenía el cambio de marchas automático! Pero eso no nos parecía obstáculo y cada día, después de comer, nos esperaba el "paciente profesor" en Cabovila y entonces, o José Mari o yo nos poníamos al volante y conducíamos hasta pasado el Moliné, y volvíamos a la plaza de la iglesia y, después, hacía lo mismo el otro alumno... En aquellas clases solo se oían las voces, bueno, los gritos, del dueño del coche diciéndonos "!Más al medio! ¡Más al medio!  ¡Que no te arrimes tanto a la cuneta! ¡Mos matarás!".

Siento no haber hablado más con José María, para haber recordado juntos aquellos tiempos.  Menos mal que, por las cosas misteriosas que acontecen en la vida, la semana pasada recibí una llamada suya:

- Tere - me dijo.

-  Perdone, se ha equivocado - contesté yo. 

- ¿Eres Finín?  - preguntó   

Y con la conversación que tuvimos a continuación, tuvimos la oportunidad de despedirnos, aunque no lo sabíamos. Se que he perdido a un amigo de verdad, aunque nunca nos hicimos confidencias. Y lo encontraré a faltar, a pesar de saber tan poco de él.

Casualmente, José María ha fallecido el día de mi cumpleaños. Otra razón para no olvidarme.

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lunes, 4 de julio de 2022

Pic-nic junto al río

 Y OTRAS DISTRACCIONES


No tengo ni idea de lo que hacen hoy día las familias que van a pasar el día junto al río, para bañarse y hacer pic-nic. Cuando yo era pequeña, muchos domingos de verano mis padres organizaban una salida de ese estilo y, más o menos, nos organizábamos así:


LA UBICACIÓN.- La teníamos bien estudiada, aunque a veces, a causa de alguna tormenta, el río cambiaba su cauce de un lado a otro y teníamos que modificar el emplazamiento. Normalmente teníamos dos "campings", el 1 y el 2, y los íbamos turnando.

A la hora de elegir el lugar, se tenía en cuenta que hubiera alguna sombra cerca de donde nos instalábamos y que no bajara el río por allí cerca con mucha corriente. Y que no hubiera "badinas" profundas cerca de la orilla donde nos íbamos a bañar, para evitar el peligro.

Cuando digo bañar, bien entendido, no me refiero a nadar, sino a mojarnos los pies y poco más, porque el agua bajaba helada. 

LA NEVERA.- Nuestra primera misión, la de los críos, era construir dentro del agua unos muros de contención donde se pudiera guardar el vino, el agua, los melocotones, los tomates, etc. para que se refrescaran sin que se los llevara la corriente. Parece fácil, pero eso nos llevaba un tiempo.

LA CARNE A LA BRASA.- Mientras tanto, mi madre elegía un sitio para extender el mantel, un lugar libre de arena, hormigas y otros bichos. Mi padre se dedicaba a hacer el fuego, para preparar las brasas y asar la carne.

LA SIESTA.-Una vez bien comidos, era el momento de buscar un rincón agradable en la sombra, para hacer la siesta, pues no nos dejaban bañar después de comer para que no se nos cortara la digestión. Bueno, los que se pegaban un sueñecito eran mis padres, pues nosotros solíamos jugar a algo tranquilo.  

EL TANGANÉ.- No se si le llaman así todavía, era un juego de puntería. Después de la siesta se organizaba el juego. Primero se buscaba una botella o una lata.  Se instalaba el objeto encontrado encima de una piedra un poco alta, se contaban un número de pasos en una dirección, y al llegar a la distancia establecida (20 pasos, 30, etc.) pues se trazaba una marca en el pedregoso suelo, para intentar abatirlo desde allí, lo que se hacía en riguroso turno. El que conseguía no solo darle "al blanco" sino tirar  al suelo la botella o la lata, ganaba.

Fotos F. Fuster
 
A las 5 o las 6, empezábamos a recogerlo todo, dejando el campamento limpio y procurando no olvidarnos de nada. Y, lentamente, poníamos rumbo a casa, cansados, e intuyendo, que esos serían unos de los buenos momentos que nos gustaría recordar durante toda la vida.