EL SEPTIMO ARTE EN CAMPO
El primer salón de cine de Campo, estuvo en el salón de baile de casa Mascaray. La cabina de proyección era nada más y nada menos que una alcoba de casa Botiguero, en la que se colocó el proyector y desde donde se proyectaba la película al salón de casa Mascaray.
Desde casa de Puyol, donde tenían la oficina los de Canales, Blasa y María Canales, que eran las encargadas de llevar la contabilidad, vendían las entradas a través de una ventana que daba a la plaza.
Se empezó a hacer cine justo después de la Guerra Civil, y en aquel tiempo había muchos militares en Campo. Como la capacidad de la sala de proyección no era muy grande, había más de una sesión al día: una estaba destinada sólo a los militares y otra para el resto de la gente. Se formaban grandes colas en la calle, que tenían que ser controladas por la Guardia Civil, pues a veces se producían altercados.
Joaquín Canales y Daniel Fuster llevaron adelante el proyecto de construir un nuevo edificio destinado a sala de cine, teatro y también salón de baile. Cada uno de ellos era propietario de una serrería, así es que dispusieron que dos de los hombres que trabajaban en ellas (en total cuatro personas), hicieran en el río unos bloques de arena que servirían para levantar el edificio. No eran pues, ladrillos lo que hacían, sino unos rectángulos de arena y hierro fabricados con moldes.
Finalmente se levantó un edificio moderno que contaba con una barra de bar, una espaciosa sala, butacas bastante confortables, una pantalla grande y una estupenda sonoridad. También disponía de un amplio escenario en el que se podían ofrecer espectáculos musicales y se disponía de lo necesario para representar obras de teatro.
En invierno decíamos que teníamos “calefacción central”, porque colocaban una estufa en mitad de la sala (ligeramente a un lado) que más que proporcionar calor producía un efecto de sugestión: nos permitía pensar que había una fuente de calor en alguna parte. Los padres enviaban a sus hijos un buen rato antes de que empezara la película para que les reservaran sitio cerca de la estufa. En ese área los críos repartían chaquetas y abrigo por las butacas y defendían dos o tres plazas para cada familia. Cuando los mayores llegaban, los pequeños tenían que marchar a los bancos que había en las primeras filas, donde tenían que “hacerse” un sitio, casi siempre a golpe de empujones y codazos y que solía terminar con alguien que se caía por el suelo.
En invierno decíamos que teníamos “calefacción central”, porque colocaban una estufa en mitad de la sala (ligeramente a un lado) que más que proporcionar calor producía un efecto de sugestión: nos permitía pensar que había una fuente de calor en alguna parte. Los padres enviaban a sus hijos un buen rato antes de que empezara la película para que les reservaran sitio cerca de la estufa. En ese área los críos repartían chaquetas y abrigo por las butacas y defendían dos o tres plazas para cada familia. Cuando los mayores llegaban, los pequeños tenían que marchar a los bancos que había en las primeras filas, donde tenían que “hacerse” un sitio, casi siempre a golpe de empujones y codazos y que solía terminar con alguien que se caía por el suelo.
No pasaba mucho rato antes de que el público infantil empezara a corear el “Que empiece ya, que me he fiao, que son dos pesetas que me gastao”. Y con el ambiente ya caldeado, sino de calor sí de gritos, idas y venidas, risas y música de fondo, aparecía el NODO en la pantalla, y la gente se iba callando y todos procuraban acomodarse en su sitio y encontrar un ángulo de visión. Y cuando aparecían las letras con el título de la película, ya cada cuál estaba bien dispuesto para catapultarse y volar hacia donde las imágenes nos llevaran: al Oeste americano, al mismísimo París o allá con los romanos, donde tanto hicieron sufrir a los pobres cristianos. La magia del cine había comenzado. Ahora todo el pueblo iba a reir o llorar a la vez.
Después de unos años, fueron Manuel Latorre, Juan Ballarín y Gonzalo Ballarín quienes se hicieron cargo de la explotación de la sala.
Durante mucho tiempo hubo cuatro sesiones cada semana: dos los sábados y otras dos los domingos, tarde y noche. Los días festivos también se proyectaba una película.
En el arco de la ermita de San Antonio se instaló un altavoz muy potente que media hora antes de empezar la proyección de la película hacía sonar canciones de aquellos tiempos: Antonio Machín, Jorge Negrete, etc. La calle de San Antonio se llenaba de gente, pues se encontraban las personas que esperaban para entrar en el cine y las que acababan de salir, y se quedaban allí para charlar un rato.
La iniciativa de hacer un cine en Campo tuvo tanto éxito, que al poco tiempo de estar en funcionamiento los responsables de su explotación comenzaron ya a pensar en un proyecto de expansión. Así fue como llegaron a encargarse de atender otros pueblos, como Eriste, Benasque, Castejón de Sos, Seira, Boltaña, Aínsa y hasta Graus. A Campo seguían acudiendo todos los paisanos de los pueblos del entorno, que después de la sesión de cine se quedaban al baile y todo ello animaba mucho al pueblo.
(Fuente: Antonio Castel Ballarín. Foto: interior del cine de Campo)
¡Qué pena... ahora los cines cierran uno tras otro, también en las ciudades!
ResponderEliminarGracias por conservar estas historias tan entrañables como desconocidas: ¿Para cuándo del libro completo?
Campo y en especial las jóvenes generaciones lo necesitan... ¡"Te" necesitamos!
Quería decir «... el libro completo?».
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