Capítulo 2
- Pero ¿qué le pasaba a este
hombre? ¿Se ha acordado de repente que no ha comido?
Y como eso de que pararan a preguntarnos si "servíamos
comidas" se repetía con mucha frecuencia, pues ya no pensamos más en el asunto.
Y es que los viajeros que
pasaban por delante de casa, después de recorrer kilómetros sin ver
“civilización”, cuando se encontraban delante de una terraza con un montón de geranios que surgían de unas macetas de
topos blancos sobre fondos rojos (que mi madre nos hacía pintar cada año), además
de apreciar un buen número de sillones y sillas alrededor de una mesa, pues parece ser que asociaban
esa imagen colorista y familiar con un buen plato humeante de judías estofadas
o de costillas a la brasa. La imaginación a veces se dispara de la forma más
extravagante.
Aquella tarde, como todas las tardes de verano, cuando ya se pasaba un poco el calor, alrededor de las seis más o menos, me fui al pueblo a pasar un rato con mis amigas. No es que hiciéramos nada especial, éramos unas crías, simplemente íbamos de un sitio al otro; comentábamos las últimas novedades ocurridas en el pueblo, que aunque era pequeño los acontecimientos no faltaban y mirábamos y nos dejábamos ver. Empezamos dando una vuelta por la plaza, con el fin de echar un vistazo al público que ocupaba las sillas y sillones alrededor de todos los veladores que estaban en la terraza del bar. Evidentemente, a esas horas de la tarde no había ni una mujer sentada allí, no era habitual, a no ser que fuera alguien de fuera.
En las mesas ocupadas por los hombres mayores, se veía que estaban echando sus partidas de guiñote, muy silenciosos y concentrados, mientras que la gente más joven formaba grupos muy ruidosos en los que se reía a carcajadas, se hablaba en voz alta y se examinaba de reojo, pero con atención, al personal que, como nosotras, paseábamos plaza arriba, plaza abajo.
De repente, vi que el señor
que había parado en mi casa a mediodía, para preguntar lo de la comida, salía
de la fonda, que estaba enfrente del bar, y se detenía a ojear el panorama. Con
una calma estudiada, sacó un cigarro del paquete que llevaba en el bolsillo de
la camisa, lo encendió y después de dar un par de bocanadas, se acercó a una de
las mesas de guiñote. Cogió una silla que estaba libre y tras musitar un casi
inaudible “permiso” se sentó en segunda fila, haciendo una pequeña inclinación
de cabeza a modo de saludo a los que allí estaban. Nadie le hizo caso. Él se
puso a observar a los jugadores, como si le importara algo lo que allí pasaba.
Cuando regresé a casa, me
pareció que la noticia que más le impactaría a mi madre que le contara, sería
la de que había vuelto a ver al hombre que había parado a mediodía en casa, pensando que era un restaurante… Y así fue, porque dijo:
- ¡Que raro! ¡Esto no es trigo limpio! A mediodía no sabía
ni dónde estaba Campo y ahora resulta que se queda a dormir! ¿Seguro que no se
ha marchado después de comer?
- ¡Qué no, mamá! Que
ahora a las ocho lo último que he hecho es mirar a ver si estaba en el bar y
allí estaba, hablando con otros hombres!
- Bueno, pues nada,
que le ha gustado el pueblo. Ha sido un amor a primera vista - dijo mi madre sonriendo.
Pero no pudo evitar recordar el escalofrío que había sentido, cuando sorprendió a aquel
desconocido subiendo con la mirada por la escalera de casa.
A la mañana siguiente, estaba mi madre en la terraza delante de casa jugando con las flores. Cortaba una ramita por aquí, un esqueje por allá y las iba cambiando de sitio, según las veía más o menos en forma. Enfrascada en sus asuntos, no advirtió la presencia del hombre misterioso que, garrafita en mano, se había plantado a un metro escaso de donde ella estaba, pero del otro lado de la valla, obviamente.
He de hacer un paréntesis en la narración para hablar de la valla, que separaba dos mundos, el de dentro, el estático y familiar, que era el nuestro, y el de todos los demás, los que se desplazaban. En ese mundo de afuera veíamos pasar como personajes, algunos camiones, coches, hombres en bicicleta, mujeres empujando remolques para ir al huerto, el autocar de línea que llevaba el correo, personas que se iban a bañar al puente, un hombre con su burro, las que iban a la fuente…
Al principio no había
valla que separara la carretera de la casa y mi madre tenía miedo que un día
hubiera un accidente, porque cada vez pasaban más vehículos y nosotros, los
críos, íbamos corriendo de un lado a otro sin mirar nada. Mi padre compartía la
inquietud, pero no encontraba el momento de hacerla. En la carpintería siempre
había mucho trabajo.
Un día mi madre se
puso muy enferma, no se exactamente qué le pasaba. Y se estuvo todo el día en
la cama. Y el día siguiente, igual. Y al
otro día también… El cuarto día la cosa se presentaba mal, mamá tampoco quería
levantarse y lloraba cuando nos miraba. De repente se empezaron a oír muchas
voces, y golpes y ruidos como si dieran martillazos o tiraran cosas desde lo
alto, y mamá decía “¿Se puede saber qué es este jaleo?” Ni en la cama se puede
estar tranquila”.
Al final de la tarde,
mi padre le dijo a mamá,
- Ven, Victoria, ¡asómate
al balcón!
Mi madre se quejaba y
le decía:
-¿Tú te crees que
tengo ganas de salir al balcón?
- Yo te ayudo, ven.
Y cuando consiguió acercarla
allí y le hizo mirar por el balcón, ella no daba crédito a sus ojos: allí delante tenía ¡al fin! la
valla que separaba la terraza de casa, de la carretera. Los carpinteros se
pusieron a aplaudir y le decían:
- ¿Te gusta,
Victoria? Ha quedado maja ¿verdad?
Bueno, ni que decir
tiene que todos llorábamos, y que pasó muy poco tiempo antes de que mi madre nos pusiera
a todos a pintar la valla. Ya lo tenía pensado hacía tiempo, tenía que ser de dos colores, blanca y
verde...
Pero, volvamos a
aquel día en el que hablaba con el veraneante, que estaba al otro lado de la
valla.
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