Salvo en nuestra memoria
Personas amables, "que haberlas haylas", se interesan por este blog y me preguntan que por qué lo tengo tan inactivo últimamente. La verdad es que estoy un poco (bastante) vaga y, además, al no estar en el "centro de operaciones" me cuesta enterarme de la actualidad del pueblo, y tengo que andar molestando a todos los amigos y conocidos pidiéndoles fotos, etc. No se, también puede ser simplemente que no reconozco mi pueblo porque me he hecho mayor y ni siquiera sé a que mundo pertenezco o quiero pertenecer, al Campo en el que viví, al que imaginé o al que existe en la actualidad. A veces me pasa que cuando recorro el pueblo no veo lo que tengo delante de las narices, por decirlo llanamente, sino que voy por la calle levantando los ojos hacia las ventanas y balcones de las casas, buscando la mirada de personas que ya no existen.
Ahora os invito a acompañarme por "mi" pueblo, allá a mediados de la década de los 50.
Como era la única chica de la casa (la zagalona), con 8 o 9 años mi madre me mandaba por la mañana a hacer algún recado. Vivíamos en casa el Molinero, en la calle de la Iglesia, que mal comparada, era la Oxford Street del pueblo, por lo comercial.
Antes de salir por la puerta de la calle, oteaba inquieta el horizonte para evitar encontrarme con el Sr. Miguel de Elías. El problema que tenía con él era que le gustaba mucho "competir" con los niños (gastarles bromas) y desde que a mi madre se le había ocurrido hacerme llevar pantalones (las mujeres en Campo no los llevaban todavía) el Sr. Miguel en cuanto me veía empezaba a decir: "Mira a Joseret del Molinero! Ahora ya tienen otro zagal en isha casa ¿que non tenivan prous? ".
Superado el obstáculo, me encontraba con el super parking de machos y burros atados en las argollas de la parte de atrás de Casa Aventín. Sus dueños venían a Campo desde los pueblos y aldeas de los alrededores: Los que "aparcaban" allí estaban comprando en casa Mazana. Yo avanzaba tímidamente entre hombres y caballerías buscando la ventana de casa Santorromán, a la izquierda, donde estaba segura que encontraría el saludo cariñoso de la Sra. Consuelo o de Josefina, que siempre estaban en la cocina.
Procesión calle la IglesiaContinuando con mi camino pasaba por el Cantón y, casi al final de la calle, estaba casa Josefina Mercedes, de ultramarinos, donde iba a comprar alguna cosa, porque según mi madre había que ir a todas las tiendas. Allí reinaba el orden y la dueña tenía la cara muy bonita. Desde allí empezaba la vuelta a casa, entrando en casa Juané, la carnicería que estaba casi al lado, donde atendía a los clientes, de una manera muy profesional, la señora María, que llevaba siempre unos delantales que le gustaban mucho a mi madre. Allí tenía que comprar cada día un brazuelo (brazuelet) de cordero y poca cosa más, para hacer el caldo para seis personas... Continuaba hasta casa Baltasar, donde Pilar me trataba siempre con mucho cariño, porque era muy amiga de mamá. Después, subía la calle hasta estar otra vez en casa Mazana, donde entraba a comprar el último encargo. Allí, la señora Teresita, cuando estaba sola, me daba algún caramelo. Era muy amable.
Dinero creo recordar que no llevaba, porque solo se necesitaba para pocos establecimientos, pues en casi todos ellos apuntaban en una libreta lo que te llevabas y, al cabo del tiempo, pasaban cuentas. Pobres comerciantes de Campo, no les debía ser fácil cobrar todo lo que despachaban. Con casa Jacinta, la panadería, lo que estaba establecido con mi familia era un sistema de trueque, ellos apuntaban el pan que nos llevábamos y en la sierra anotaban la leña que ellos cogían para el horno.
Terminada la salida, cuando llegaba a casa tenía que rendir cuentas de todo a mi madre, que siempre solía encontrar algún fallo (señal que lo hacía...). Aunque el problema gordo, muy gordo, era que yo siempre confundía los garbanzos con los fideos, porque los dos eran de color amarillo y, en vez de llevarme al psicólogo u otro especialista, mis padres me hacían volver a cambiarlos cada vez que me equivocaba, para que lo aprendiera, y yo pasaba mucha vergüenza, sobre todo porque en la tienda se reían ...
Ya se sabe: no hay felicidad completa, ni con los recuerdos.