(Para no dar pistas...).
Capítulo 13
EL ARMA DEL CRIMEN
Para no hacer esto más largo que El Quijote, intentaremos resumir un poco, aunque haya que omitir algunos pasos de la investigación.
Después de que un primo de Raúl confirmara la versión de Anita y asegurara que a la familia Palacios, como a ellos mismos, les habían llegado voces, ya desde el primer momento en que ocurrieron los hechos, de que había sido el tal Julio Sánchez quien había salido al encuentro de la pareja, les había robado y, sin lugar a dudas, había acabado con ellos, ya solo nos quedaba un cabo suelto que había que atar cuanto antes. Se trataba de contactar con la novia que tuvo Julito en La Cardelina, que seguramente nos podría aportar datos importantes. Y eso es lo que hicimos.
Lola, la que fue novia de Julio, era hija de Pilar (hermana de Pedro Mur) y Francisco. Se había quedado viuda hacía unos años y vivía con una de sus hijas en La Cardelina. Era una mujer amable que no parecía muy habladora y, a las preguntas que le hacíamos solía contestarnos con una sonrisa o frases como “ya se puede Vd. imaginar”, “Quien lo podía saber” o “Dios mío ¡qué tiempos!”,
Con estas respuestas y pocas más, nos hicimos una idea de lo que fue su relación con Julio Sánchez, de las humillaciones que ella y su familia tuvieron que aguantar y las faltas de respeto y compasión que tuvieron que sufrir. Una y mil veces aquél don nadie les reprochó la actitud de su tío Pedro, el que vivía en Francia, quien, según él, había matado a una pareja joven que había encontrado en la cabaña que tenían en el campo, y les había robado todo lo que llevaban encima. No se cansaba de repetirles que si la Guardia Civil los dejaba tranquilos era gracias a él, que tenía amigos muy bien “colocados” y hacían la vista gorda sobre muchas cosas.
A medida que hablábamos Lola se volvió más comunicativa, y nos contó que no fue feliz durante aquellos años de noviazgo con Julito, más bien le tenía miedo, pero cuando las cosas llegaron ya demasiado lejos, sacó fuerzas de donde no las tenía y cortó con él. Y no pacíficamente, porque ella, que nunca le había contradicho en nada, le dijo que si volvía a verlo por su casa lo mataría, eso juró por Dios, aunque mal está invocarlo para esto, nos dijo. Y es que después de no haber recibido mas que atenciones de parte de toda su familia, porque les daba lástima verlo solo, y de haberlo alimentado y hasta vestido como a un hijo, cuando ya empezaron a hablar de casarse, les soltó un día a sus padres que, antes de hacerlo, quería que el tío Pedro le nombrara heredero de todo a él, porque, según decía, era lo más seguro que se podía hacer, ya que Pedro era un fugitivo sin derecho a nada, que mejor haría en no volver nunca por España, si no quería poner en peligro su vida. Además, puntualizaba, los bienes que estuvieran a nombre de la familia directa, bien podían ser requisados.
Mucho nos aportó Lola con todo lo que nos contó, y, al cabo de un buen rato de charla, Joaquín y yo salimos de su casa con la convicción, clara y cristalina, de que a Julio Sánchez se le vio demasiado el plumero en esta relación, primero culpando a Pedro Mur de las muertes de aquella pareja y, después, intentando quedarse como amo de todas sus propiedades. Y es que, su ambición era tan grande que no se conformaba con la parte que le tocara a su futura mujer, necesitaba hacerse dueño de todo.
En fin, la historia que íbamos descubriendo, cada vez iba cobrando más sentido, pero teníamos un gran problema: aunque la teoría la bordábamos, en la práctica no teníamos nada, estábamos en una nube, sin pruebas, sin testigos, solo manejábamos suposiciones. Teníamos que pasar al ataque.
Al día siguiente, con la autorización de Pilar, nos fuimos los cuatro justicieros (nunca se cómo denominarnos) a visitar la cabaña famosa.
Era una construcción muy curiosa. Aprovechaba un desnivel del terreno para aparecer completamente camuflada, pues en su parte superior, digamos donde tendría que estar el tejado, había abundante vegetación de matas y matorrales. Vista de frente, en el lado derecho, tenía una puerta rectangular no muy grande, y en medio de la fachada había una abertura circular pequeña, que hacía de ventanuco. Toda la construcción estaba metida dentro del terraplén y por los lados de la citada fachada había una pared bien construida, de las que se hacen para separar las propiedades, pero con un sillarejo propio de obras más importantes. Su función primordial era la de servir de contención. De todos modos, la pared no tendría más de cinco metros de largo.
Al entrar en aquel recinto, estábamos un poco sobrecogidos. La cabaña era de planta cuadrada, más o menos, y allí se distinguía un lugar donde hacer el fuego y una especie de banco ancho de piedra, que además de para sentarse debía servir de lecho. Después de examinarla minuciosamente con la mirada, y tocando con la mano alguna piedra que nos parecía que se iba a mover (para ver si estaba allí debajo el tesoro oculto), nos sentamos en aquellos pétreos asientos para reflexionar in situ, ¡no se nos podía escapar nada! Y la penumbra que reinaba en el lugar, solo rota por la luz del ventanuco y la que permitía entrar la puerta abierta, invitaban a la reflexión.
Al cabo de un rato de estar allí en silencio, Javier habló:
- Yo creo que tendríamos que intentar recrear la escena del crimen, ponernos en el lugar de aquellos jóvenes y del asesino que los trajo hasta aquí, quizás entre tanta fantasía surja la verdad.
- Buena idea, Javier -dije yo- y si queréis, empiezo ya con una hipótesis. Veamos, aquellos jóvenes vinieron hasta aquí con el que les traicionó, porque si no los traía él, no es un lugar fácil de encontrar, y menos si está obscuro. Entrarían aquí dentro, y se acomodarían en el banco para tumbarse y pasar la noche. Quizás aquí mismo donde estoy sentada, que parece más ancho… Se quedaron tranquilos, dentro de lo que cabe, dejaron sus bultos, quizás comieron algo… El asesino no se fue lejos, no iba a irse y volver. Cuando lo estimó conveniente, entró y los mató, sin mediar palabra. Buscó entre sus cosas, en medio de la obscuridad, lo que él quería, dinero y joyas y, cuando tuvo lo que pretendía, sin entretenerse mucho, porque era un cobarde, salió corriendo. No se tomó la molestia de esconder los cadáveres, porque aquellos días podía haberlos matado cualquiera ¡que importaba que los encontraran aquí dentro o en otro lugar!
- Sí, eso parece razonable -continuó Javier- aunque, pasado un tiempo, el ladrón y asesino quizás se enterase de que aquél botín que él había robado no era todo lo que los jóvenes llevaban, y volvió al lugar de los hechos a ver si los cuerpos todavía seguían allí, al fin y al cabo no había oído ningún comentario sobre ese asunto, parecía que nadie se había enterado. Pero, los cuerpos no estaban ¿quién los habría cogido?
- Los cogió y los escondió la misma persona que encontró el resto del botín -intervino Pedro- A esa persona sí que le interesaba deshacerse de los cadáveres, porque podían vincularlo con ellos, y como no quería tener nada que ver con el asunto, se vio en la necesidad de hacerlos desaparecer de aquél escenario… Pero ¿quién los encontró? ¿Quién….?
- Eso está claro, -interrumpió Javier- ¡Fue Pedro Mur! El vino aquí, por algún trabajo de la finca y se encontró el espectáculo. Miró los cuerpos para ver si los reconocía y, ¿qué ve? Una de las bolsas con joyas que el ladrón no encontró, presa de sus nervios y por la obscuridad que reinaba. Así es que Pedro agarra el botín y se dispone a marchar, cuando se da cuenta que tiene que enterrar los cadáveres, para que no puedan relacionarlo con el crimen. A los pocos días, no aguanta la presión, le entra el pánico, y se escapa a Francia, con las joyas, claro.
-Hasta aquí, todo tiene sentido, parece razonable -musitó Joaquín a media voz- pero, antes de seguir adelante y, ya que estamos aquí, tendríamos que concentrarnos en descubrir dónde enterró a los jóvenes. Necesitamos pruebas.
- ¿Cómo vamos a saber dónde estaban si los han encontrado en el garaje de Teresa? -gritó un poco desesperado Javier.
- Un hueco habrán dejado. Vamos a inspeccionar. Pongamos 15 minutos de máxima atención, cada uno por separado. La cabaña no es muy grande.
- Y ¿por qué tenían que estar aquí dentro? -se me ocurrió preguntar- igual los dejó fuera...
- Buena idea -afirmó Joaquín- aunque nos complica bastante la búsqueda. De todos modos, ¡venga! ¡Adelante! Empecemos por dentro y después continuaremos fuera. Algo encontraremos.
- Yo no creo que haga falta mirar por toda la finca -me animé a decir- creo que Pedro Mur, en su testamento, delimitaba bien el área donde los dejó “entre las higueras y la cabana”.
Salimos los cuatro precipitadamente al exterior y nos lanzamos a buscar higueras, lo que fue tarea fácil y rápida, pues solo había dos: una a cada lado de la cabaña, como a tres o cuatro metros de distancia, pegadas las dos a la pared de piedras que separaba y contenía la finca vecina.
Después de haber mirado por dentro de la cabaña y tocoteando en el exterior toda la tierra que separaba las higueras de la construcción, se oyó un grito de Pedro:
- ¡Aquí! ¡Estaban aquí! Seguro que sí ¡estaban aquí!
Vimos estupefactos que una especie de plancha de piedra o yesca gigante, estaba apoyada en la pared de piedras. Puesta verticalmente y bien encajada, daba la sensación de ser una piedra enorme y pesadísima, pero una vez que se retiraba de su lugar era solamente una gran lámina de poco espesor. El hueco que quedaba en el interior de la pared, desde luego, permitía introducir dos cuerpos. Al estar prácticamente entre la higuera y el muro, no llamaba la atención ni despertaba ninguna sospecha.
Pedro estaba eufórico y pasaba la mano repetidamente de un lado a otro por aquella oquedad buscando no se sabe qué, cuando de repente volvió a lanzar otro grito:
- ¡Tengo algo! ¡Tengo algo!
Nos lanzamos todos alrededor de su mano, a ver qué era lo que había descubierto, y nos emocionó constatar que era una medalla de la Virgen del Pilar, probablemente aquella que la madre de María Jesús les dio para que les protegiera, y que cosió en los dobladillos de la falda, antes de que se marchara de casa.
Llegados a este punto, y como ya anochecía, decidimos irnos todos juntos un momento a mi casa. Teníamos que poner orden a los acontecimientos y trazar el plan de ataque final. Nada más aparcar el coche de Pedro, en el que viajábamos los cuatro, delante de casa, salió de la suya Marisa, la mujer de Pedro, con una señora que me parecía conocida. Venían hacia nosotros. Mientras repasaba mentalmente donde había visto yo aquella cara, oíamos decir a Javier:
- ¡Ostras! ¡Es la hija de Pilar!
Efectivamente, era ella. Después de las frases convencionales en estos casos, pasamos al salón de casa y nos quedamos con el corazón encogido, esperando lo que nos tenía que decir nuestra visitante.
- Deben estar extrañados de verme aquí ¿verdad? El caso es que cuando estuvieron ayer a ver a mi madre, después de que Vdes. se marcharan, me dijo que quizás les ayudaría en su investigación ver una cosa que le dio su hermano Pedro, antes de irse a Francia. Le contó que era algo que había encontrado en la cabaña, junto con otras cosas que no podía decirle, y le pedía que guardara aquello muy escondido, para que nadie pudiera encontrarlo, porque era una prueba tan importante, que a lo mejor dependía de ella un día su vida. -Entonces, la mujer empezó la maniobra de coger su bolso, abrirlo y buscar dentro, mientras todos estábamos con el alma en vilo.
-La verdad es que -continuó en el mismo tono- mamá guardó bien el secreto porque a pesar de que pasaron temporadas un poco peleados con su hermano, nunca mencionó nada de esto a nadie, ni a mi padre. Anoche lo busqué en la cuadra, donde ella me explicó que lo guardaba, y ¡aquí tienen lo que Pedro encontró en la cabaña! No he querido tocarlo, no fuera a “destruir alguna prueba” añadió casi en broma, vista la expectación que despertaban sus palabras.
Dentro de una bolsa de plástico, había unos pedazos de papel de periódico envolviendo una gran navaja manchada. El periódico era de junio del 38. Aquello era un sueño, bueno, más de lo que podíamos haber soñado. Nos pusimos de pie y casi todos llorábamos, hasta la hija de Lola se emocionó. Aquél cuchillo de cazador tenía toda la apariencia de ser el arma del crimen, y se podía demostrar.
Sin importarnos que estuviera ella allí delante, lanzamos al aire nuevas hipótesis.
- Seguramente -dijo Joaquín- cuando el asesino se puso a buscar el botín sobre los cuerpos de sus víctimas y entre sus bultos, perdió el cuchillo, y en aquél momento no se dio cuenta. Más tarde, reflexionó sobre ello y comprendió la gravedad de la situación. Volvió varias veces al lugar del crimen, pero no supo encontrar ni los cadáveres ni el arma homicida, por eso necesitaba estar cerca del lugar de los hechos, para controlar todo lo que pasaba: nadie más que él debía saber lo que pasó, en eso le iba la vida.
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