CAPÍTULO 8
FINAL DE UNA HISTORIA Y PRINCIPIO DE OTRA
Llegó el día siguiente. Alonso y mi padre ya se tuteaban porque eran casi de la misma edad, habían hecho el ejercicio de meterse uno en la piel del otro y se reconocían como personas cercanas. Se les veía contentos y animados cuando montaron en el Volkswagen negro de mi padre, para hacer la anunciada excusión. Mi madre les dio una bolsa con dos bocadillos para el viaje y una botella de agua. A pesar de este detalle del bocadillo, que era ya una tradición, la verdad es que no estaba muy contenta con esa repentina amistad entre los "chicos", y es que estaba un poco celosa de que fueran ellos los protagonistas de la aventura, mientras ella tenía que mantenerse al margen, en la retaguardia.
Mi padre le preguntó a Alonso si le venía bien esperar por allí mientras él atendía algunos asuntos de trabajo, y Alonso, que estaba disfrutando del paisaje, le dijo que se tomara todo el tiempo que quisiera y que por él no se preocupara, que era un privilegio estar allí.
Pasado el tiempo convenido, se fueron juntando en el llano todos los hombres que estaban trabajando. Un par de ellos parecían los responsables de la "cocina" y encendieron un buen fuego, sobre un lugar preparado, en el que instalaron una gran parrilla. Enseguida cortaron tomates, cebolla, aceitunas e hicieron una ensalada. Sacaron de una fiambrera huevos duros pelados, cortaron pan, pusieron la carne a asar y llenaron de vino un par de porrones, y enseguida se creo un ambiente festivo, a pesar del cansancio que aquellos hombres llevaban acumulado, pues se habían levantado muy pronto por la mañana.
- ¿Estamos todos? - preguntó el responsable del grupo.
- ¡¡Sí!! - contestaron a coro unas cuantas voces.
- ¡Pues a comer! -gritó un espontáneo.
- Bueno, espera... Falta Iñaki -dijo alguien.
Al oír ese nombre, Alonso cambió de cara y sin saber por qué, se puso de pie, alerta. Mi padre le dijo:
- Tranquilo, Alonso, ahora llegará.
Y, al cabo de unos minutos que al pobre Alonso se le hicieron interminables, allí apareció un chico joven, alto, con un aire tímido y unos ojos muy abiertos, como interrogando y buscando respuestas. Mientras miraba fijamente a Alonso, que es el que las tenía, intentaba adivinar en su actitud alguna predisposición al perdón o a la condena. Oyó una voz que le interrogaba:
- ¿No vas a saludar a tu padre?
El chico esperó inmóvil alguna señal, que le llegó finalmente, cuando su padre le extendió los brazos. Y se fundieron en un abrazo, que concentraba todos aquellos otros que habían dejado de darse en los últimos años.
Cómo se llegó a este desenlace, fue consecuencia de un encaje de circunstancias, en las que como suele pasar frecuentemente, las personas, más que por voluntad propia, parece que actuamos como muñecos teledirigidos, movidos por hilos invisibles.
El hecho fue que mi padre, aquél verano del 52, había comprado una partida de madera allí en el Valle. Como se hacía habitualmente, había contactado con unos profesionales que se encargaban de la tala y saca de la madera adjudicada. En esta ocasión, los trabajadores eran vascos y se instalaron en una chabola que ellos mismos construyeron en el monte. Con este grupo estaba Iñaki, que pensó que allí no le vendría a buscar nadie. Pero esa confianza le hizo obviar algo que acabó delatándole: su nombre, que era muy común en su tierra no lo era tanto lejos de allí. Cuando mi padre tuvo el primer contacto con el encargado de los picadores y le dio el nombre de los que formaban la plantilla, tuvo un sobresalto al ver el nombre de Iñaki, pero después pensó que no sería él, porque no reconoció el apellido, ya que había utilizado el de su madre.
Pero tras los acontecimientos de los últimos días, mi padre decidió hacer sus averiguaciones y habló con el encargado que le había contratado, que le informó de la edad del chico, dónde lo había conocido, que sabía de él...
Al llegar esa mañana al monte, después de dejar a Alonso disfrutando del paisaje, fue a localizar al tal Iñaki. Efectivamente, lo vio a lo lejos y enseguida reconoció en él al joven al que le había dado trabajo en el serrería de Campo, hacía algunos años. Tuvieron una larga conversación y el chico le confesó que nunca había salido de España y que había pensado muchas veces en volver a casa, pero que sabía que había hecho mucho daño a la familia y tenía miedo de cómo reaccionaría su padre. A lo que el mío le respondió:
- Pues ¿cómo crees que va a reaccionar tu padre cuándo vea delante suyo al hijo que daba por perdido? ¡Pues dándole un abrazo!
Y así fue. Un abrazo empapado de lágrimas.
Para que fuera un final feliz, solo faltaba la madre. ¡Pobre mujer! Ella ya no estaba. Cuántas veces lloró por las palabras que le dijo a su hijo, sabiendo el daño que le había ocasionado. Pero pagó caro por ello, porque murió sin volver a verlo, sin poder decirle que era él lo que más quería en el mundo. Su marido sí que lo sabía y, por eso, no lo dudo y salió a buscárselo para llevárselo, para que lo tuviera a su lado, pero también él lo perdió. ¡Cuánta tristeza! Pero, por otro lado, que fuerte es el ser humano, que sabe encontrar fuerzas para sobrevivir y olvidarse de las malas experiencias, aunque sea solo a ratos, y encontrar ilusiones nuevas, para ir viviendo.
FÍN
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