sábado, 11 de diciembre de 2021

Lo que ven mis ojos,

 no es lo que yo veo

Parking del Hotel Cotiella

No se puede evitar, cuando uno se va haciendo mayor se vive la vida en paralelo a los recuerdos. Es difícil concentrarse en el presente sin tener en cuenta esos flashes del pasado que se disparan por su cuenta, a partir de un nombre, una imagen, un sonido... Y no podemos hacer nada para acallar esas llamadas de otros tiempos. Suponiendo que quisiéramos hacerlo.  

Cada vez que voy a Campo (¡poco!), tengo que centrarme y ser consciente de que el pan ya no se vende en casa Jacinta, que ya no se puede cruzar de la plaza a la calle de la Iglesia por el pasadizo de casa Aventín o de que si empujo la puerta de la casa de tía Dorita, la encontraré cerrada. Porque eso que ya no existe, es lo primero que me viene a la cabeza, ya que lo tengo supergrabado en mi subconsciente.

Y, con este preámbulo, os contaré qué es lo que veo cada vez que bajo de Campo a la carretera por la variante. 

Veo a mis dos hermanos, Daniel y Fernando, (Rober aún era muy pequeño) y a mi misma, en plan madre superiora, recién salidos de la misa dominical de las 7 de la mañana. En verano vivíamos en la serrería, que siempre llamábamos  "la sierra" (un paréntesis aquí para decir que, cuando me llevaron interna al cole y les decía a mis compañeras que una parte del año vivía en "la casa de Campo", y otra en la "casa de la sierra", las colegas alucinaban y debían pensar, "Pero, esta chica ¿de qué va?",  sin que yo supiera que ambos términos tenían otro significado aparte del que yo les daba). 

Continúo con la historia: teníamos 7,  9 y 10 años y habíamos hecho la Primera Comunión aquél año y, si íbamos tan temprano era porque queríamos ir después al río y si esperábamos a la misa mayor, a las 12,  pues ya no nos daba tiempo.

Cuando llegábamos a la variante, Daniel cogió la costumbre de repetir cada domingo el mismo número. Se subía a la pared que hay bajando a mano derecha, la que va por el lado de casa Veleu hasta el hotel Cotiella. Este muro de piedra al principio no tiene más de medio metro de alto, pero, a medida que el pavimento va descendiendo, la pared va cogiendo altura. Mi hermano, se subía allí y hacía el payasito imitando a un funambulista, diciendo cosas como "Señoras y señores, admiren al gran artista! ¡Observen con que facilidad camina a metros y metros de altura!".  A continuación empezaba "¡Oh! ¡Cielos! ¡Que alto se pone esto! La cosa se complica... Se está poniendo muy muy difícil...  ¡Socorro! ¿Dónde me he metido? ¿Qué hago? ¡no puedo retroceder! ¡no puedo seguir! ¿Cómo salgo de aquí? ¿Me tiro o me caigo? ¿Socorro! ¡Ayuda!" Y al final, él mismo se daba cuenta de que la broma se le había ido de las manos y pasábamos cinco minutos de máxima tensión, hasta que al final, se descolgaba del muro como podía y entonces, empezaba mi sermón, que para algo era la mayor y la responsable del grupo. Ya se sabe: "Eres tonto. Se lo diré a papá. No vendrás más", etc.

Ahora, cuando voy por la variante, veo el muro, pero recuerdo aquellos momentos, y no puedo evitar sonreírme. El "número" tenía su gracia.

Mirar la secuencia de derecha a izquierda

 

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