miércoles, 8 de febrero de 2017

Larruy



Y su dieta tan especial...




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El protagonista de esta historia no era de Campo, sino de Barbastro (Huesca), al menos, vivía allí. Se llamaba Francisco Larruy y era maestro alpargatero. Cuando su hijo Manuel se casó con Antonia Barasona, Francisco Larruy le nombró heredero universal,  reservándose para él el derecho de usufructo de todos los bienes, medida de precaución que solía tomarse casi siempre.
Pasados unos años, Manuel Larruy, el hijo, se puso enfermo y decidió hacer testamento. Era el 4 de febrero del año 1753. En dicho documento nombraba “herederos fideicomisarios de todos sus bienes y en tutores y curadores de sus hijos menores y en executores testamentarios” a su padre, Francisco Larruy, a su mujer, Antonia Barasona, y a un amigo vecino de Barbastro, que se llamaba Jaime Allué.
Al poco tiempo, Manuel Larruy murió. Tal y como estaba establecido en el testamento que había otorgado, las personas que había designado como tutores tenían la obligación de elegir heredero. Así, pues, el abuelo Francisco Larruy fue requerido oficialmente para que acudiera el día y hora señalados a manifestar su opinión. Y allí acudió Francisco.
Antonia Barasona, la viuda, y Jaime Allué, el amigo de la familia, se pusieron de acuerdo y eligieron como heredero a Manuel Larruy Barasona, hijo del difunto, pero para el abuelo esa no era la buena decisión, y, además, en lo que menos de acuerdo estaba era en renunciar al usufructo que todavía conservaba sobre todos los bienes de la familia. Así es que dijo que no, que él no cedía nada y que no nombraba heredero.
Finalmente, las razones que argumentaron los cotutores y el resto de la familia hicieron cambiar de parecer a Francisco Larruy que, después de reflexionar y comprender que a su edad ya no necesitaba demasiadas cosas de este mundo, accedió a renunciar al usufructo del que aún gozaba, manifestando:
Y aún para que el expresado Manuel, mi nieto y heredero con más facilidad y menos reparos pueda mejor lograr su estado de matrimonio, y en señal del verdadero amor que le tengo, cedo y renuncio válida y eficazmente en su favor todo aquel derecho y acción que con fuerza de Señorío y usufructo tengo reservado sobre todos los bienes y universal herencia que quedaron por muerte del dicho Manuel mi hijo y padre de aquél, cuya cesión y renuncia hago”.
Lo que nos llama más la atención de este caso, es la única condición que el abuelo impuso para llevar a efecto su renuncia, que es la siguiente:
Con la condición y no sin ella, de que dicho mi heredero tenga obligación de darme los alimentos necesarios, a saber es para mi desayuno unas sopas y un "guebo" y dos dineros de vino. Al mediodía la comida, compuesta con ración de quatro dineros de carnero y dos dineros de vino y la misma ración de carne y vino para cenar con el pan correspondiente de blanco, con tal empeño que no cumpliéndome con estos alimentos pueda yo usar de mi derecho del señorío y usufructo”.

Parece ser que el abuelo no había perdido el apetito...





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