muy rústico, pero entrañable.
Era la primavera de no me acuerdo qué año, cuando en casa se organizó la excursión para ir a Lourdes, en Francia. Mi padre no era creyente, pero estaba seguro que la Virgen de Lourdes le había curado un flemón que tenía en la boca y quería ir a dar las gracias, además, lo había prometido. La más amiga de mi madre, o una de las que más, era Pilar la esposa de Baltasar. Ellos también querían ir a Lourdes, no sé cuál era su motivo. Así pues, los expedicionarios éramos, mis padres, Baltasar y Pilar, mis dos hermanos Daniel y Fernando, y yo (Rober no había nacido, por lo que yo tenía menos de 8 años).
No sé qué coche conducía mi padre. Dentro del vehículo tampoco se cómo nos arreglábamos. Bueno, los caballeros iban delante, eso seguro, y en la parte de atrás nos superponíamos las dos señoras y las criaturas, evidentemente, sin cinturón de seguridad ni nada que nos impidiera movernos como quisiéramos.
Recuerdo que al pasar por el túnel de Viella, un poco en broma y un mucho en serio, empezamos a gritar de miedo, y entonces los mayores empezaron a cantar y nos lo pasamos en grande cantando todos a pleno pulmón.
Llegamos al hotel de Lourdes aquella tarde y salimos a cenar. Baltasar era de carácter muy abierto y dijo, creo que en broma, que el entendía francés muy bien. Llegamos a un restaurante y, después de muchas deliberaciones entre las cuatro personas mayores, el menú escrito en una pizarra y una camarera con poca paciencia, se zanjó la conversación con unos cuantos "oui, oui" de Baltasar y varios "Tous? c'est sure? c'est sure?" de la francesa.
Después de un poco de espera, llegó nuestra cena sorpresa: una ensalada en el centro de la mesa ¡y un huevo frito para cada uno! ni que decir tiene que cada huevo que llegaba a la mesa era recibido en medio del jolgorio general. Como se solía decir, cenar cenamos poco, pero reírnos... ¡nos reímos tanto!
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